El mexicano y la trascendencia

Álex Ramírez-Arballo
6 min readJun 17, 2022

El rasgo más característico de la modernidad es la presencia del sentido. Todo acto humano se ordena en virtud de una dirección que determina lo que se ha de hacer; el camino nunca es recto, se encuentra lleno de imprevistos, contratiempos y penurias, pero eso no importa, la brújula determina que la acción colaborativa de quienes persiguen una misma meta habrá de acercar “la nave” a su destino, aunque los marineros que arriben a buen puerto no sean los mismos que partieron alguna vez. La modernidad entiende que el progreso es la sumatoria de voluntades a lo largo de la historia. La disolución del sentido, carácter fundamental del pensamiento posmoderno, es al mismo tiempo disolución de carácter, confusión, aletargamiento.

Como es natural, esta condición epocal no resulta extraña entre los mexicanos. Quiero decir que en ambientes más o menos sofisticados, como la intelectualidad o la academia, se recuperan estos discursos que, por cierto, suenan cada vez más viejunos. Pero en México la ausencia de sentido o vaciamiento resulta una imposibilidad; se trata de un país con una vocación creativa portentosa, lo que vuelve al ciudadano promedio un ser abocado por inercia cultural a la actividad generadora de sentido por excelencia, la creación. A mí me resulta sumamente alentador contemplar las manos de los artesanos y obreros afanándose en lo suyo con una habilidad que resultará siempre envidiable a alguien que, como yo, difícilmente puede anudar los cordones de sus zapatos. Los seres humanos nos trascendemos en la creación, nos comunicamos con los demás en un sentido que va más allá del mero utilitarismo; crear abre las puertas del sentido como razón, es verdad, pero también como goce material de la vida.

Si los mexicanos son creativos, no son menos capaces de la resistencia. Cada vez que visito México me siento conmovido hasta la médula por las madres; son auténticas guerreras de la semana, trabajadoras entusiastas, sostenedoras del mundo. La resistencia encarnada por quienes deben enfrentarse a situaciones difíciles o dolorosas es siempre un acto de lógica existencial; si no se resiste se perece y el ser, como nos enseñara Spinoza, tiene solo un deseo: la perduración. Además de la creación, la resistencia le otorga al mexicano un temple vital innegociable desde el que puede empezar a reconstruirse el mundo que habita.

Un tercer polo de sentido trascendente está determinado por la contemplación. Me refiero con esto a la disposición personal para dialogar calladamente con el mundo, atendiendo a la experiencia misma, pura fenomenología de la mirada que se separa de todo para detenerse en la experiencia de recorrer las formas de una presencia que se nos muestra. Estamos vivos y lo sabemos. La persona se reconoce a sí misma en el mundo que contempla, en esa otredad hecha de materias heterogéneas que le sirve de espejo. En México no existe capacidad alguna de contemplación y no es por falta de inteligencia, sino por terror a que el mundo que se mira con atención nos revele finalmente lo que somos, esa verdad soterrada de la que tratamos de escapar a como dé lugar. Por eso el mexicano prefiere la fugacidad, la algarabía o el espasmo bestial de la violencia infinita. El asesino está tratando de borrar la imagen en el espejo.

Si en la creación se comunica como nadie, en el uso de las palabras el mexicano es más bien cicatero. Los indios se cierran sobre sí mismos, parapetados detrás de una mirada de aceros afilados; el mestizo por lo general utiliza un método distinto: la farfulla. El mentiroso popular, el “cábula” es alguien que ha hecho de las palabras un escudo protector para que el interior no sea penetrado de ninguna manera. Es un mecanismo distractor, como el de los calamares que secretan su tinta y de este modo enrarecen el ambiente que los rodea. Tratándose de la comunicación verbal el mexicano tiende a la inmanencia, es la flor nocturna que se cierra hacia la intimidad cuando se percibe rodeado por las sombras.

Somos seres gregarios, lo que nos hace libres y responsables. Toda acción que realicemos deberá estar contrastada contra estos dos grandes referentes. Por otro lado, el reconocimiento de nuestra sociabilidad ha de impulsarnos a la creación en conjunto, es decir, la trascendencia de nuestra propia creatividad y talento en su conjugación y entrega a los demás. No somos modernos Prometeos con la misión de sostener el universo sobre nuestras espaldas; si algo nos ha enseñado la modernidad es la importancia de la trascendencia dirigida a un fin colectivo que habrá de beneficiarnos a todos: la modernidad es esencialmente un pacto totalizador. Una sociedad intrascendente es aquella que, como la mexicana, no se ha percatado de que su más alto deber es el de trabajar arduamente el día de hoy construyendo para los tiempos que vienen.

Una de las grandes tragedias nacionales es la falta de una solidaridad intergeneracional que solo puede ser posible ahí donde se cultiva la nobleza de espíritu. Es extraño que en un país que se habla tanto de la familia, las personas sean incapaces de ver más allá de su entorno, procurando sus placeres más inmediatos; esto reduce a la persona, la bestializa y limita, lo que además de extrañeza es tragedia. Si la familia es importante en México, ¿por qué no se piensa en esa familia trascendente y desbordante que somos todos?

En México el progreso es un “cuento chino”. Es evidente que las condiciones actuales son infinitamente mejores a las de hace cien años, pero en el inconsciente popular esto no es cierto; por una razón que no alcanzo a discernir del todo, la gente ordinaria tiende a suponer que el país no ha hecho otra cosa que ir en caída libre, alejándose cada vez más rápidamente de ese paraíso arrebatado que se supone existió allá, edades arriba, en el tiempo de nuestros abuelos. Todo esto es falso, pero poco importa. Además, esto refleja una ruptura trágica: el mexicano y la realidad han firmado un pacto de no agresión que no ha traído sino consecuencias funestas para todos, incluyendo a aquellos que estamos seguros (podemos probarlo) de que el país, a pesar de sus detractores internos, ha sido capaz de tirar hacia adelante. Progresar es trascender, de tal manera que los enemigos del progreso pueden con toda justicia ser llamados intrascendentes.

La trascendencia tiene una señal inequívoca: la confianza. El mexicano es desconfiado, es decir, intrascendente. Está incapacitado para comprometerse, para confiar en que el impulso de la historia implica necesariamente un ideal del que no podemos desembarazarnos, aunque así lo deseemos: el progreso. El cinismo es el lenguaje de la desconfianza, por eso la cultura popular mexicana se encuentra marcada por un despreció que en no pocas ocasiones adquiere el talante de la arrogancia machista y pendenciera. El macho es un ser temerario que no mide nunca las consecuencias de sus actos porque se encuentra dominado por una deidad incuestionable: la pasión. Se muere como se vive, y el desconfiado, el ser arrogante que no desea someterse a nada ni a nadie, abraza la fatalidad de los mortales sin tener que pasar por engorroso trámite de haber vivido. No hay valor alguno en planear construir nada porque todo éxito, por muy grande que sea, está delimitado por su ineluctable caducidad.

Lo peor que puede sucederle a un hombre es olvidarse de sí mismo, vivir como lo hacen las bestias, es decir, moverse por los escenarios del mundo impulsado por una inercia irreflexiva. El asunto tiene su gracia porque aliviana la carga, para algunos insufrible, de saber que estamos muriendo; lo que parece ser es que algunas almas, cosa harto común entre los mexicanos, se deslindan de una realidad espinosa asumiendo acríticamente un engaño: el tiempo es estático, el presente es perpetuo. Esto sucede porque el vértigo de los días produce ese extraordinario efecto óptico de quietud, como suele suceder con las ruedas: la vida es sustituida por una imagen que filtra los horrores inexcusables que por necesidad debemos experimentar todos los que hemos nacido.

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