El yo mexicano

Álex Ramírez-Arballo
8 min readJun 3, 2022

En México el yo es un gran problema. ¿Quién es el que escribe estas cosas? ¿Quién es el que me nombra? ¿Dónde comienzo a ser yo mismo, si es que ese yo mismo es algo más que un simple deseo? ¿Existo de veras? No sigo porque las preguntas circulares del ser pueden terminar por volvernos locos; de lo que estoy seguro es de que no hay comunidad (o país, que es igual) que pueda salir adelante en su viaje por los vericuetos de la historia si ha omitido confrontarse consigo mismo. Esto es más que necesario, es urgente. En México esta confrontación ha durado más de lo necesario, sumiendo al país es una suerte de adolescencia incurable en el que se han dejado de hacer las preguntas fundamentales, y no porque se haya saciado la curiosidad, sino porque aquel que pregunta se ha convencido de que no hay manera de encontrar por algún lado la respuesta. Pero yo no me rindo, yo insisto: el mexicano debe asumir este cuestionamiento como el punto de partida. Soy una persona, me gusta responderme a mí mismo cuando me hago la pregunta de la identidad, lo que me libera de la cadena cruel de los epítetos y apellidos con que calificamos a los seres para detenerlos con un alfiler como a las mariposas en las macabras colecciones de los insectarios. Soy una persona, lo que implica ser muchas cosas: la persona es dinamismo, analogía, cambio y proporción. Como resulta claro, no podríamos ser de otra manera.

Soy una persona y estoy rodeado por otras personas con las que debo interactuar para conseguir ciertos fines que necesito o simplemente deseo. Sin el reconocimiento de ser “un ser entre otros seres”, no puedo avanzar en modo alguno por la vida; es necesario que me reconozca sobre un escenario existencial en el que hay otros que entran en escena, que me limitan y contienen, es verdad, pero que con toda certeza también me impulsan y me ayudan para que vaya consiguiendo poco a poco lo que busco. No hay nadie que sea tan fuerte y autosuficiente como para bastarse a sí mismo. Esta idea de interacción debe planteársenos diariamente, en la cotidianidad simple que vamos entretejiendo entre todos. ¿No es acaso esta incapacidad para asumir al otro lo que tanto dolor, tanto fracaso y tanta muerte nos ha ocasionado? En México el desprecio es una de las formas más socorridas de la autoafirmación. Es una falacia cruel, pero nadie dirá que no es posible vivir toda una vida refugiado en una mentira. Voltea a tu alrededor y seguro encontrarás evidencia de esto que digo y a lo mejor no tienes que ir tan lejos, a lo mejor lo único que necesitas hacer es asomarte al espejo.

Esa persona que existe, que actúa en un escenario determinado y que se ve forzado a encontrarse con los demás es o debería ser alguien que se dirige hacia alguna parte. Esto parece un asunto de risa, pero no lo es: en México y en el mundo hay millones de personas que se levantan todos los días sin saber hacia dónde se dirigen; lo que hacen es pacer como los animales del campo, vagabundeando de un lado para otro, como botes que se desplazan a merced de vientos y corrientes que desconocen. Es una tragedia. Yo pienso en esto todos los días, de verdad lo hago, imaginando la energía, la creatividad y la potencia que terminan yéndose por los resumideros del tiempo: nunca sabremos el costo real de semejante desperdicio. Hay vidas que se consumen como fuegos que no comparten luz ni calor. En México son pocos lo que realmente han cobrado consciencia de la necesidad lógica y existencial de saber hacia dónde hemos de dirigir nuestros pasos cada mañana cuando abandonamos la cama; tantas veces he escuchado en boca de gente cercana a mí la siguiente frase: “que sea lo que Dios quiera”, que no es una jaculatoria o una demostración de fe tanto como la confesión de la incapacidad personal para darle forma sobre el papel a nuestros deseos y nuestros sueños. Es una absoluta irresponsabilidad y México es una nación de irresponsables.

El mexicano es muchos mexicanos, se va haciendo con la suma de esas acciones y voces, participaciones, renuncias e infinitas frustraciones que somos todos y cada uno de nosotros. ¿Es posible hablar de una persona mexicana? Sin duda. Se trata de la persona anclada en sus circunstancias históricas y materiales; es decir, es la persona de la que se predica algo en cuanto esto que de ella se dice corresponde con el mundo de sus propias circunstancias. Este texto se hace precisamente en torno a ese deseo de vincular analógicamente lo universal (la persona) con su particularidad concreta (su mexicanidad). Hay algo profundamente esperanzador en esto: desde su libertad la persona puede cambiar las circunstancias que la definen; es decir, cambiando lo que nos rodea podemos cambiar lo que somos porque lo que somos responde al marco histórico y social que nos contiene. Esta idea ha despertado en mí desde niño una vocación de ser para la transformación, para la donación absoluta de mi propia energía a un juego cotidiano en el que nuestro trabajo puede cambiar el rumbo de la vida que somos todos.

Como todos los seres humanos, el mexicano encarna vicios y virtudes. Es menester reconocer aquello que somos en tanto acciones corruptas o encomiables para poder combatir aquellas y alentar estas otras. Aquí es donde los cínicos comienzan a reírse porque para ellos todo esto es en vano: el mundo es esencialmente algo que no tiene remedio. Están equivocados pero no les importa: se deleitan secretamente en su desprecio intelectual por todo esfuerzo humano de transformación. Son deterministas. En fin, allá ellos. En cuanto a mí, he de decir que no dejo de observar con cuidado aquellos vicios y virtudes que encarnamos y que nos lastran o aúpan respectivamente; he de decir que tengo para mí que el principal defecto de los mexicanos es la indiferencia. Como he dicho antes, no se trata de una actitud intelectual de critica al mundo tanto como de un manifiesto desinterés nacido de un convencimiento interior de que las cosas “son como son” y poco hay que podamos hacer para cambiarlas. Por otro lado, la virtud más luminosa que el mexicano encarna es la de la resistencia. La capacidad nacional para hacer habitable el desencanto es conmovedora y habla de la hondura del espíritu de todos los hombres.

El mexicano encarna el ideal orientalista de habitar el presente. Lo hace de un modo inconsciente, casi como si fuera su segunda naturaleza; de esto se deriva su desdén olímpico por el porvenir que, como se dice, habrá de llegar cuando tenga que llegar, como si fuera algo ineludible, una suerte de fenómeno meteorológico ante el cual no podemos hacer otra cosa que esperar con resignación. El mañana parece sernos siempre algo ajeno. El presente es la casa y es una cosa que se repite siempre. Si vamos a los pueblos y pequeñas ciudades, donde esto es más evidente, podemos observar cómo sus habitantes se repiten de manera casi teatral, ocupando sus posiciones en esa obra total que es la comunidad; cada uno de ellos ha encontrado un nicho en el cual ha de desenvolverse todo el tiempo que la fisiología aguante, sin siquiera preguntarse lo que podría suceder si fuera capaz de desplazarse a otro sitio, buscar otra vida, otros caminos, otros mundos posibles. Recuerdo haber visto alguna vez en la cocina de una casa mexicana, cuando era niño, un pequeño cuadro de madera colgado en la pared donde se leían estas inmundas palabras: “Ahí donde Dios me ha puesto quiero florecer”. La celebración del determinismo y la condenación.

El presente es el hogar del mexicano, como digo, pero su patria espiritual es el pasado, por eso es por lo que la nostalgia es una enfermedad endémica de muy difícil erradicación. Todo tiempo pasado no fue solamente mejor, sino que además parece preservar las claves que es preciso recuperar para resolver el rompecabezas de nuestra propia existencia. El advenimiento de un gobierno retardatario y simplista como el actual (Andrés Manuel López Obrador) es una clara muestra de esta vocación nacional por nadar siempre a contracorriente, buscando con desesperación que las hojas desprendidas vuelvan de nuevo al árbol de los almanaques. La nostalgia es una diosa mentirosa que trastoca todo, que envenena todo y nos convence de que nuestro lugar no es el aquí y el ahora; se trata de una narradora sutil que tiene la capacidad de reescribir todo lo acontecido, de tal manera que siempre nos quede en el cuerpo la sensación atroz de haber perdido algo para siempre. Un país de nostálgicos está condenado al fracaso porque el nostálgico no desea construir nada — para lo que se requiere fe y esfuerzo — sino echarse en una cama a entretejer fantasías con recuerdos.

El enorme poeta mexicano Octavio Paz se refería a la indiferencia del mexicano, una misma indiferencia ante la muerte y la vida. Recuerdo haber leído estas palabras siendo todavía un adolescente, pero sobre todo recuerdo que fueron capaces de provocarme un terremoto interior: parecían explicármelo todo. Todo aquello que me molestaba tanto del pedazo del mundo en el que había nacido parecía hundir sus raíces en una causa común: la apatía. Esto es una tragedia porque entraña una fuga constante de talento, un desperdicio vital que va a dar a los sumideros, mientras el país real, cotidiano, a pie de calle, debe enfrentarse con un número increíble de problemas, muchos de ellos demasiado serios como para intentar dirigir la mirada hacia otro lado. La indiferencia busca curarnos de la natural ansiedad por la que debemos pasar quienes nos enfrentamos a un estado de crisis, pero escondernos debajo de la cama nunca ha servido para maldita la cosa.

La indiferencia arrebata a las personas su capacidad de acción, su agencia, como dicen algunos utilizando un calco del inglés. Una persona que ha entregado su libertad se convierte necesariamente en un siervo, en un esclavo atado a la centralidad dictatorial del Estado, quien acepta su papel de figura tutelar a cambio de fidelidad y sumisión; se trata de la repetición de un modelo familiar tradicional en el que el padre asume las responsabilidades y obtiene a cambio el beneficio de la mansedumbre de su prole. El Estado-papá persiste en México con un vigor incuestionable. Si bien es cierto en el caso del gobierno de López Obrador esto ha alcanzado niveles tragicómicos, no menos verdad es que en los doce años de gobierno panista el ejercicio del poder no consiguió (ni intentó) desligarse de las peores costumbres políticas de nuestra patria. Tal pareciera que el modelo está condenado a ser ocupado por distintos actores sin menoscabo alguno de su funcionalidad; en este sentido podemos declarar extinta toda pugna ideológica, reemplazada hoy por la simulación y la retórica. No importa el color del candidato, compartirá siempre con sus adversarios coyunturales la necesidad de fomentar y recompensar el vasallaje ciudadano.

Todo lo anterior tiene como consecuencia una realidad terrible: el mexicano es incompatible con la rebeldía. Es decir, su disposición a entregar la libertad a cambio de una mínima seguridad, así como su incapacidad para ejercer la crítica en el contexto cotidiano lo condenan (aunque no de manera irreversible, quiero creer) a un estado de flacidez espiritual. Cuando hablo de rebeldía, debo puntualizarlo, no estoy hablando de acción violenta sino de capacidad de resistencia pública, organizada y con sentido de reivindicación. El rebelde se reconoce parte de la realidad y deudor de la comunidad a la que pertenece; por el contrario, la persona-siervo es funcional en virtud de su capacidad de trocar “seguridad” por patrocinio. En una sociedad donde no hay quien encarne la rebeldía no hay espacio alguno para la esperanza.

--

--