Elogio de las manos

Álex Ramírez-Arballo
4 min readMay 27, 2022

Vivimos en una sociedad aquejada de múltiples dolencias. Creo que todas ellas tienen una causa común: el abandono de la realidad. El mundo original, el mundo de las cosas en el que hemos nacido y crecido, no existe más; la virtualidad ha suplantado de manera definitiva el universo tridimensional en el que supusimos haber tenido alguna vez un hogar definitivo. No es así. La vida humana es cada vez menos un conjunto de interacciones (y oposiciones) y cada vez más el de las experiencias egóticas. Conviene recordar aquí que uno puede experimentar cosas que no son reales, tal como sucede en el universo de los simulacros. Baste ver a esas legiones de muchachos ataviados con dispositivos de realidad virtual, que se encierran en una vivencia intensísima de la ilusión mientras el coro de la vida sigue cantando allá fuera para nadie.

Sin embargo, conviene no olvidar que el mundo “duro”, el de los hechos materiales y concretos suele ser tozudo y no se rinde enteramente; tenemos un ejemplo claro de ello en esa espada de Damocles que pende sobre el planeta entero: el cambio climático. En el universo de lo particular, sobre cada uno de nosotros pende también una verdad incómoda que habrá de hacerse presente cuando sea necesario, dándonos tremendo bofetón. Nos guste o no. Por todo esto creo que existe un fármaco indispensable para nuestro tiempo, el principio de realidad. Volver a la realidad es comenzar a sanar.

¿Cómo podemos volver a la realidad?, me pregunto una y otra vez para responderme siempre de la misma manera: tocándola. Son los sentidos (sensaciones) los que nos marcan un sentido (dirección) que tiene sentido (racionalidad). Asumirnos como seres sociales implica ante todo dos cosas: hablar con los demás y hacer cosas. En otras palabras, dialogamos para transformar y al hacerlo nos transformamos. La acción es fundamental para conseguir la plenitud vital, como muy bien lo sabía Aristóteles, quien afirma: “No es, pues, el reposo el fin de nuestra vida, porque lo tomamos por amor del ejercicio”. La acción es el destino humano, o mejor dicho, la acción reflexiva de un individuo que se sabe parte de una comunidad y que, como los peregrinos, entiende que el descanso es para el trabajo y no al revés.

El olvido del ser es otra forma de llamar a la traición que como especie hemos cometido a la realidad. El ser se proyecta hacia la acción a través del mundo de las cosas, concretamente el de los instrumentos; la conexión entre los instrumentos y el ser no es de contigüidad sino de extensión, tal como lo supo ver Heidegger, quien afirma: “Pero el andar manipulando y usando no es ciego, tiene su peculiar forma de ver, que dirige el manipular y le de esa específica adaptación a las cosas que posee”. No somos máquinas obligadas a trabajar sin parar. Somos personas, es decir, sabemos que trabajamos y sabemos para qué trabajamos. Sin la condición teleológica de nuestros esfuerzos seríamos completamente indistinguibles de los autómatas. De aquí se sigue comprender algo maravilloso: trabajamos para trascendernos.

El hombre contemporáneo es narcisista y se ve a sí mismo en el espejo de sus más desaforados deseos. Aquí se quiebra el compromiso ético con la realidad que toda persona debería conocer y honrar. Esta criatura posmoderna cree que es más fuerte, bella e inteligente de lo que es. Su certidumbre es total y no hay manera de convencerla de lo contrario porque allá afuera hay una maquinaria propagandística encargada de confirmarle su “excepcionalidad”. Cada dispositivo electrónico portátil conectado a la internet se convierte en un escenario para la emisión de sus mensajes unívocos. Es un montaje cotidiano que implica la desconexión total de la red de interacciones humanas que lo rodean. No sería raro que el incremento en los niveles de violencia que experimentamos en este tiempo nuestro tenga su raíz en la decepción de legiones de narcisistas incapacitados para reconocer sin dolores su más absoluta vulgaridad. La frustración comúnmente desemboca en agresión, apenas tengo que decirlo. Quienes apuestan todo al universo de las fantasías caprichosas han dinamitado su propia autonomía. Son como niños que quieren que sus padres les concedan todos sus deseos. Como esto no puede suceder, la puerta que les da de pronto en las narices se convierte en un disparador de miedo y desprecio. Alguien tiene que pagar por la decepción de que aquello que tanto anhelan no se vaya a realizar nunca, alguien que muy frecuentemente son ellos mismos.

Vuelvo siempre a Aristóteles, quien hace de la necesidad virtud y de esta un camino de vida. El trabajo nos redime en un esfuerzo cotidiano que no aspira a la grandeza sino al cumplimiento. No creo que sea buena idea pasar demasiado tiempo imaginando un futuro que no existe; lo mejor que podemos hacer por el porvenir es concentrarnos en lo que nuestras manos se encuentran haciendo ahora mismo. Las ambiciones exageradas destruyen el placer del trabajo bien hecho. Pero este hacer no es mecánico o ensimismado, es consecuencia del ser, que es siempre emanación, fluido, dinámica absoluta. Hacer lo que hacemos es saber que lo hacemos, es verdad, pero más importante es amarlo con toda la fuerza de que es capaz nuestro cuerpo. Si no existe un compromiso existencial con nuestras manos hemos perdido la libertad y nos hemos vueltos prisioneros de una fantasmagoría. El hombre perpetuamente ocupado o el cínico que renuncia a los poderes de la voluntad desconocen lo que es la libertad. Ser libre es reconocer el poder de mis manos para transformar y transformarme, la tremenda responsabilidad que esto encierra y las posibilidades de trascendencia de la acción humana. Mientras permanezcamos alejados de estas verdades inmóviles, nuestros corazones continuarán divagando, anidando agresiones contra los demás y contra nosotros mismos, dispersando las semillas de la maldad por todos los rincones de este mundo.

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