La fe que yo no tengo

Álex Ramírez-Arballo
4 min readJun 10, 2022

Conozco a un par de personas que tienen una enorme fe. No diré sus nombres aquí, ni se los diré tampoco a ellos, pero ese don suyo, que es el de creer en cosas que no han visto sus ojos, me produce una envidia maligna y dolorosa. Quisiera poder aceptar con esta gente que este mundo nuestro obedece a unas elevadas leyes que organizan por igual la carcajada y las desdichas, el más lejano rumor de los planetas y la humildad laboriosidad de los insectos. Quisiera admitir que esta existencia no es misterio sino verdad pura, certeza de un Dios benigno que al igual que los padres buenos dispondrá lo que sea menester para que sus hijos, o sea tú y yo, solventemos los lances impostergables de la existencia con un balance de daños mínimos. Me temo que no es así.

Yo los veo a ellos sumidos en una especie de trance vital. Van por aquí y por allá como si de verdad creyeran esas cosas y enfrentan lo que traiga la semana con una fortaleza que no es de este mundo. Si la cosa va bien y hay motivos para estar contento, incluso muy contento, son siempre mesurados y agradecen a su Dios por los días buenos; si, por el contrario, la cosa viene torcida o retorcida, se las apañan como pueden sin rendirse a las tentaciones de la maldición, la queja o el envanecimiento estoico. Saben resistir con elegancia y siguen caminando seguros de que el mañana siempre ha de ser mejor. Son parte de una película cuyo final feliz no desconocen.

Supongamos que su fe es infundada, como lo es. Es decir, supongamos que se engañan como los niños que se dejan convencer de que hay seres mágicos que alguna vez al año vienen hasta su casa para traer regalos, ¿eso realmente importa en términos prácticos? No, no importa. Ellos y nosotros estaremos muertos por toda la eternidad. Dejaremos de ser y esta conciencia pasajera no habrá sido relevante para nadie. No quedará de nosotros ni una huella, ni un eco, ni una sombra de nada. No seremos más y nadie recordará nuestro paso por la tierra. Sin embargo, ellos habrán ganado la partida al haber vivido con el corazón en paz. Pocas cosas pesan tanto como la incertidumbre y ellos habrán tenido su mínimo segundo sin tener que cargar la cruz de la angustia y la agonía. Son como los animales: puros e infinitos. Me parece con Pascal que su apuesta es la mejor.

Pero hay cosas que yo ya sé no han sido hechas para mí, sobre todo a mis años. Asumo fatalmente mis vacíos, mis preguntas sin respuesta, mi profunda soledad de hombre sin dioses, ni diablos, ni nada que no sea esta “carroña podrida o a punto de pudrirse que es mi cuerpo”. Si sigo vivo contra mi voluntad es porque pesa más la curiosidad propia del hombre ansioso que yo soy, que anticipa siempre los peores horrores y quiere estar ahí en primera fila para verlo. Si las cosas pueden salir mal, saldrán, se sabe, y es un placer enorme estar siempre ahí junto a los ingenuos para decirles sin disimular la soberbia: “¡se los dije!”.

No mentiré, hubo un tiempo en el que creí o quise creer, sobre todo porque he nacido con un ánimo natural por lo imposible. Me apasiona imaginar el reverso del mundo, suponiendo, como lo hacen los metafísicos, que más allá de la simplicidad de mis sentidos habita el reino sobrenatural de lo no visto. Desde pequeño he sido proclive a la fantasía y de ello he derivado gran parte de mi literatura, de mi afán por acodarme en las ventanas de mi casa para ver sin ver durante las horas más opresivas de la morriña. La imaginación nos salva. Pero todo eso ya quedó atrás, ya he muerto de algún modo inexorable. Queda la parte más horrenda de mí, el desgano y el desengaño, la certeza madura del que asume su tragedia ya sin riñas. He nacido y moriré, tengo esto y aquello, me lleva el tiempo puntualmente hasta la tumba, que llegará cuando tenga que llegar. Solo eso.

Mientras tanto observo de reojo a estas dos almas sumidas dulcemente en el benigno fraude de su cristiandad. No se enteran o no se quieren enterar, y hacen bien. Caemos todos por igual hacia el silencio definitivo, pero ellos, a diferencia de los monstruos como yo, participan ya del paraíso.

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